Por: Dr.C. Julio César Hernández Perera.
Se dice que la era dorada de los gul fue entre los siglos XVIII y XIX. El citado término proviene del árabe y significa demonio, profanador de tumbas o devorador de cadáveres.
Estos execrables personajes, también conocidos como «los hombres de la resurrección», eran ladrones. Abrían las tumbas, las saqueaban y vendían los cuerpos sin vida —lo suficientemente frescos y en buen estado— a los anatomistas, quienes así calmaban sus ansias por el conocimiento del cuerpo humano, o a otros destinatarios sumergidos en el mundo de la magia negra.
Por entonces el robo de cadáveres en Europa era un negocio muy lucrativo. Se consideraba, además, como un delito menor. Podríamos idearnos el tormento generado entre los parientes y amigos de los recién fallecidos. Existen relatos sobre vigilancias nocturnas en cementerios, llevadas a cabo por familias en un intento de evitar que las criptas fueran profanadas.
Esos pasajes serían hoy solo historia remota de no ser por algo insólito que está ocurriendo en Estados Unidos. Se trata de una especie de odisea que puede ser reseñada como versión de un espeluznante negocio gul.
Similar a cualquier producto de consumo, partes del cuerpo humano son comercializadas en ese país a precios absurdos. Por ejemplo, una cabeza congelada, un pie, un torso, una rodilla y una mano, valen como promedio 500, 200, 1 500, 300 y 125 dólares, respectivamente. Y un cuerpo completo se puede comprar por «tan solo» 2 000 dólares.
Ya desde 2015 se advertía por diferentes medios de prensa el surgimiento de esta macabra industria llevada a cabo por más de 30 empresas que asombrosamente funcionan de modo legal. Es enigmático ver cómo estas empresas encontraron la manera de hacer negocios de forma lícita: a pesar de que en el país norteño es ilegal vender corazones, riñones y tendones para trasplantes, no hay leyes federales que reglamenten la venta de cadáveres o de partes del cuerpo humano.
Además, como consecuencia de esta brecha reglamentaria, cualquier persona puede diseccionar y vender esos tipos de fragmentos.
A finales de octubre del presente año dos periodistas de la agencia Reuters (Brian Grow y John Shiffman) emprendieron una investigación en la que denunciaron el caso de Cody Saunders, un paciente de 24 años que padecía de insuficiencia renal crónica, fallecido por un ataque cardiaco cuando regresaba a su hogar después de una sesión de diálisis. Sus padres, con exiguos recursos financieros, se vieron obligados a donar el cuerpo del hijo a la organización Restore Life a cambio de que esta asumiera los gastos de la incineración de los restos del difunto.
Lo que ellos no sabían es que parte del cuerpo de Cody, en este caso la columna cervical, pudo ser comprada por un periodista investigador a través del correo electrónico, al precio de 300 dólares. De igual manera los periodistas antes señalados consiguieron, con la misma entidad y del mismo modo, dos cabezas humanas —de personas desconocidas—, también a 300 dólares cada una.
Se estima que las ganancias de este negocio, muchas veces familiar, llegan a ser de unos cuatro millones de dólares anuales. Es obvio que los cuerpos profanados provienen de familias pobres que no pueden permitirse un funeral normal.
Inevitablemente, hay que preguntarse cómo pueden suceder estos hechos carentes de toda ética. ¿Hasta dónde las leyes del mercado y el afán de lucro seguirán corriendo los límites en una carrera que pone en entredicho el progreso de la especie humana? Es triste decirlo, pero el mundo sigue siendo para muchas personas pobres un oscuro callejón del medioevo.