Por: Dr.C. Julio César Hernández Perera
Las transformaciones en la naturaleza no solo generan preocupaciones en el orden de los cambios demográficos, de la desertificación y las migraciones: la salud humana también está amenazada.
En 1989 el doctor Alexander Leaf publicó un artículo en la revista médica The New England Journal of Medicine, donde presagiaba algo que para entonces muchos consideraron como fantasioso. El texto disertaba sobre el cambio climático en el planeta y las enfermedades que este suscitaría.
Tuvieron que pasar poco menos de dos décadas para que un grupo de expertos —conocido como Panel intergubernamental para el cambio climático (IPCC, por sus siglas en inglés)— resumiera los alarmantes resultados de 23 modelos, todos enfocados en predecir el incremento de la temperatura y del nivel de las aguas en la Tierra.
Aquellos augurios comenzaron a hacerse realidad. Todo el panorama que se le venía encima al hombre era resultado de sus propias acciones. La llegada de la variación climática ha sido inevitable, a pesar de los intentos de mitigación que se acometen. Desde los tiempos de la llamada Revolución Industrial —con el inicio de una carrera sin precedentes en la actividad económica y con el uso de combustibles fósiles— echó a andar el mecanismo diabólico del daño a la naturaleza.
El seguimiento estrecho dado a la «crisis ambiental» ha conducido a algunos científicos a señalar que se han consumado los peores presentimientos de aquellos pronósticos iniciales presentados por el IPCC. Las pruebas se divisan hoy cuando se repara en la pérdida de diferentes ecosistemas, de la biodiversidad —en tan solo siete lustros se ha alcanzado una tasa de extinción 10 000 veces más rápida que la considerada en registros fósiles—; cuando se constata el incremento de la temperatura de la superficie terrestre en 0,74 grados Celsius en el último siglo, el aumento anual del nivel del mar en 1,8 milímetros desde 1961, o la reducción, avistada, en cada década, del 2,7 por ciento del hielo ártico.
Por eso no es casual oír con mayor preocupación acerca de cambios demográficos, de la desertificación —con la consiguiente crisis del agua y de los alimentos—, de migraciones poblacionales hacia las grandes urbes y de la superpoblación de las áreas costeras inundables. Pocas veces se dedican espacios, sin embargo, para meditar sobre el impacto del cambio climático en una de las cuestiones más sensibles para el hombre: la salud.
Salud amenazada
Según diferentes fuentes, se estima que para 2030 se duplicará la población urbana en naciones pobres. A esa superpoblación se añaden la carencia de alimentos, la alta prevalencia de enfermedades infecciosas, la pobre accesibilidad a sistemas sanitarios y la privación de recursos para poder mitigar el impacto.
Se estima que los mayores efectos del cambio climático en la salud se producirán en el continente africano y el sudeste de Asia. Ello implica, por ejemplo, que para 2080 las personas susceptibles de padecer dengue lleguen a los 6 000 millones.
El aumento de este mal no es el único pronóstico negativo. De acuerdo con evaluaciones hechas por la Organización Mundial de la Salud (OMS), se prevé que para 2030 el cambio climático causará las muertes adicionales de cerca de 48 000 personas por diarreas, 60 000 por paludismo y 95 000 por desnutrición infantil, entre otras tragedias.
Epidemias a la vista
Aunque desde hace tiempo se conoce la relación entre el clima y algunas enfermedades, no siempre ha sido obvio asumir cómo algunas dolencias que llegaron a estar casi eliminadas pueden ser capaces de resurgir con el cambio climático.
Auxiliados por los avances científicos y la mejor comprensión de las interacciones entre el clima y las enfermedades infecciosas, desde 1990 se empezaron a desarrollar modelos predictivos de variabilidades en las enfermedades infecciosas con características epidémicas. Hoy se sabe que algunos agentes infecciosos, vectores (organismos transmisores de enfermedades) y animales que sirven de reservorios son particularmente sensibles a las condiciones climáticas.
Por eso, al perturbarse los ecosistemas naturales con el cambio climático, pueden aparecer escenarios ideales para que ocurran epidemias, principalmente relacionadas con vectores, con el agua y los alimentos. Entre las enfermedades más involucradas en este panorama se incluyen el paludismo, el dengue, el cólera y los virus que causan infecciones neurológicas.
La mayoría de los virus, parásitos y bacterias no pueden desarrollarse por debajo de ciertos límites de temperatura, como es el caso del Plasmodiumfalciparum (uno de los parásitos que causan paludismo), que requiere temperaturas por encima de los 18 grados Celcius para reproducirse. Valga decir que casi todos los vectores son artrópodos, los cuales, por ser de sangre fría, son altamente sensibles a las temperaturas ambientales. De hecho, el aumento de la temperatura puede colaborar con el incremento de su metabolismo, la producción de huevos y la necesidad de alimentarse.
Además, las lluvias y las inundaciones no solo tienen un efecto indirecto sobre la longevidad de estos vectores, al crearles un hábitat favorable para su desarrollo. Estas adversidades pueden generar efectos catastróficos con la disminución de las fuentes de alimentación que, al igual que la deforestación, favorece el desplazamiento de los insectos a zonas habitadas por el hombre.
Por todo ello se hace necesaria la preparación, como primer paso importante, para implementar intervenciones eficaces. Cuba dispone de un Plan de Estado para el enfrentamiento al cambio climático (Tarea Vida) que, junto con los programas de salud pública y saneamiento, basados en la equidad social, la educación y la elevación de la capacidad científica y técnica sitúa al país en una posición ventajosa a la hora de establecer estrategias de adaptación a esos cambios climáticos, desde las cuales defender lo que más nos interesa: el ser humano.
Algunas referencias consultadas:
Haines A. Climate Change and Health. Strengthening the Evidence Base for Policy. Am J Prev Med, 2008.