Por Dr.C. Julio César Hernández Perera
Historias interesantes orbitan en torno a ciertas denominaciones dadas a epidemias de influenza, que en ocasiones surgen en verano, sin relegar delicadas confusiones como la de la «tos de los cien días».
En algunas temporadas, ya sean de frío o calor, aparece con regularidad la gripe estacional, también conocida como influenza. Se trata de infecciones virales agudas transmitidas por vía respiratoria, las cuales generalmente se caracterizan por tos, fiebres y malestares musculares. Desde tiempos inmemoriales el hombre documentó brotes de esta dolencia.
Sobre estas afecciones puede llamar poderosamente la atención la manera en que la población de diferentes regiones del mun
do pone nombres a cada epidemia. En nuestro país, por ejemplo, muchas veces estas designaciones atañen a notorios personajes de series televisivas que están en boga.
Gripe e influenza
El término gripe, según diferentes registros etimológicos, procede de un dialecto suizo-alemán que lo reconoció como grüpi. Así se aludía a la enfermedad que hacía sentir mal, temblar de frío, estar enfermizo o motivaba que los enfermos se acurrucaran. Se dice que en el siglo XVIII el término pasó al francés con el vocablo grippe, que significa agarrar o atrapar.
La palabra influenza, utilizada como sinónimo de gripe, también tiene una historia interesante. Según ciertos relatos históricos, esta fue popularizada en Roma por el papa Benedicto XIV a mediados del siglo XVIII. El Sumo Pontífice, seguramente advertido por quienes practicaban la medicina en aquel entonces, deducía que el padecimiento se debía a la influencia de los astros.
Múltiples han sido las epidemias de gripe en el mundo. De todas estas, una de las más célebres fue la mal llamada Gripe española. Asoló a medio mundo entre marzo de 1918 y febrero de 1919, y se estima que causó entre 50 y cien millones de muertes en el orbe.
Después de varias indagaciones, hoy se sabe que esta epidemia tuvo sus primeros casos en un campamento militar de Funston, Kansas, Estados Unidos. El hecho coincidió, además, con el subsiguiente envío de tropas norteamericanas a Francia para combatir durante la I Guerra Mundial, adonde los soldados llevaron consigo el contagioso virus.
Las altas jerarquías políticas y militares de los países enfrentados en la conflagración se esforzaron por esconder la existencia de la enfermedad en los campos de batalla, pues de declararla esa podía ser razón de deserciones o actos de desobediencia.
España, en cambio, era uno de los pocos países europeos con una postura neutral en el conflicto y a finales de 1918 las autoridades sanitarias de ese país declararon algunos casos de la gripe. En breve las principales potencias mundiales no titubearon en especificar que la epidemia era de origen español.
Aún no está claro cómo aquella enfermedad infecciosa pudo ser tan letal. No se disponía de los antibióticos; es muy aceptado que los enfermos se complicaron con infecciones bacterianas causantes de neumonías. Otro factor importante pudo haber sido un manifiesto incremento en la virulencia del virus durante las primeras fases de la epidemia en la primavera y el verano de 1918.
Como se ha comprobado, además de los disímiles hechos que rodean las epidemias de influenza, los nombres tienen un particular protagonismo. Recientemente se ha escuchado en nuestro medio sobre la presencia de «la tos de los cien días», con el fin de distinguir a una gripe que después de haber sorteado un período relativamente breve de destemplanzas, cefaleas y dolores musculares, deja como secuela una tos seca y perseverante durante la convalecencia.
Delicada confusión
Desafortunadamente el término antes mencionado es inoportuno, pues nos puede llevar a una delicada confusión. Desde hace mucho tiempo, en algunas zonas de la antigua China, se conoce como «la tos de los cien días» a otra enfermedad sumamente mortal.
El mal descrito por los asiáticos afectaba principalmente a los niños y se le distinguía por una tos molesta que perduraba, al menos, unos tres meses. En aquellos tiempos era tanta la gravedad, que de cada diez niños que la adquirían solo dos o tres se salvaban.
Se ha valorado por investigaciones que la afección se introdujo en Persia a finales del siglo XV, y de ahí al continente europeo y al resto del mundo. Sin embargo, por múltiples fuentes se cree que la primera descripción clínica realizada de este mal fue en 1578, cuando ya había recibido otros nombres: actualmente se le conoce frecuentemente como tos ferina.
Otras denominaciones dadas fueron tos quintosa, tos sofocativa, tos convulsiva y coqueluche.
Coqueluche, a diferencia de las otras denominaciones dadas por los médicos de antaño, surgió del habla popular. Se señala que es posible que haya derivado de la expresión gala coqueliner, para designar así el canto del gallo. La tos que aparece en esta enfermedad se asocia a un estridor inspiratorio que se asemeja a dicho canto.
Para suerte de los cubanos, la tos ferina, coqueluche o (la verdadera) tos de los cien días nada tiene que ver con la gripe o influenza que parece afectarnos en la contemporaneidad. Gracias a los programas de vacunación, nuestra Isla eliminó una enfermedad que aún causa estragos en lugares pobres, sobre todo en la población infantil, y resurge en otras partes del mundo cuando se descuidan las campañas de vacunación.
Algunas referencias consultadas:
Liang Y. et al. Chao Yuanfang: imperial physician of the Sui Dynasty and an early pertussis observer? Open Forum Infect Dis 2016.
Ayora-Talavera G. Influenza: Historia de una enfermedad. Rev. Biomed 1999.