La COVID-19 en la mirada de la Psicología

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Prof. Cristóbal Mesa Simpson

Presidente de Capítulo de la Sociedad Cubana de Psicología de la Salud

Matanzas

La aparición del nuevo coronavirus SARS-CoV-2 ha desencadenado un hecho social extraordinario que ha estremecido el conjunto de las relaciones sociales y conmociona a la totalidad de los actores, de las instituciones y de los valores. El virus provoca una enfermedad enigmática y desconocida que abre muchas interrogantes. ¿Qué hace el virus en nuestro organismo? ¿Por qué algunas personas desarrollan un modo leve de la enfermedad, mientras que en otras resulta letal? ¿Por qué el cuadro clínico de todos los que desarrollan la COVID-19 y que padecen hipertensión, trastornos cardiovasculares o diabetes no es igual, de tal modo que algunos hacen su forma más benigna, mientras que otros se complican? ¿Qué secuelas quedarán en quienes sobrevivieron la infección? Las interrogantes se acumulan hasta el infinito.

Ante este estado de cosas, lo más sensato es evitar que el nuevo coronavirus entre en nuestro cuerpo. Para ello se han diseñado barreras físicas y se promueve intensivamente su uso como la mejor “vacuna” disponible hoy: el lavado frecuente de las manos, el uso de mascarillas faciales (el llamado nasobuco) y el distanciamiento social. Su efectividad, como mecanismo de contención de la pandemia, está demostrada. Pero su puesta en práctica contradice nuestros hábitos y costumbres; y es aquí donde el análisis psicológico toma posicionamiento.

El lavado frecuente de las manos es un hábito higiénico que muchos han tenido que incorporar en su comportamiento. El tiempo que debe durar esta acción es un elemento nuevo y cuando se practica como se indica, 20 segundos parecen una eternidad. Con el procedimiento para hacerlo ocurre otro tanto. La manera de lavarnos las manos era más breve y sencilla, y también menos efectiva. La destrucción del virus en la palma de la mano, en el dorso de los dedos y debajo de las uñas requiere una acción más enérgica y prolongada en el tiempo. A todo esto, se suma la disponibilidad de los recursos que se emplean para el lavado: agua, jabón, solución de hipoclorito de sodio al 0.1%, gel con contenido de alcohol, etc. Cómo y dónde adquirir este tipo de recurso de aseo es una interrogante que está en la mente de muchos y su relativa escasez desata las acciones ahorrativas. Ante la disyuntiva, es aconsejable priorizar lo verdaderamente importante, y ello tiene que estar mediado por la reflexión del sujeto. El lavado frecuente de las manos es una acción de protección posible siempre que cada persona lo incorpore al contenido de sus hábitos a partir de razonar su importancia.

Cuando una persona respira o habla expele a su ambiente inmediato cantidades incalculables de microgotas de saliva, las que salen de su boca o nariz en forma de nube, que puede desplazarse hacia otros espacios de ese ambiente en dependencia de corrientes de aire. Si el espacio donde se encuentra la persona es abierto, puede que la nube de microgotas de saliva se disperse con relativa facilidad, pero si se encuentra en un espacio cerrado, la nube puede permanecer en el ambiente un tiempo prolongado. Ni qué decir de lo que ocurre cuando la persona tose o estornuda: la velocidad de dispersión de la nube es mucho mayor, pudiendo alcanzar distancias mayores. Si una segunda persona está compartiendo el espacio contiguo del de la primera, respirará parte de esa nube de microgotas de saliva. Si la primera persona está infectada con el SARS-CoV-2, la segunda persona, en el normal proceso de inhalar aire para respirar estará incorporando a su organismo una carga viral variable y el nuevo coronavirus comenzará a hacer de las suyas. Por esta razón es tan importante el uso de mascarillas faciales (nasobuco).

Adecuadamente empleada, la mascarilla facial actúa como una barrera de contención, bien si usted está compartiendo espacio con una persona infectada o bien si se encuentra usted infectado en condición presintomática, asintomática o postsintomática. Pero, además, la mascarilla actúa también como barrera para aquellos que tienen el hábito, muchas veces inconsciente, de tocarse la boca, la nariz o los ojos. En esas partes de la cara hay mucosas que son la puerta de entrada del coronavirus.

El uso de mascarillas faciales no es habitual entre nosotros, a diferencia de lo que ocurre en otros países. Su empleo resulta molesto, dificulta la respiración, especialmente si uno se encuentra en movimiento y, para colmo, actúa como una especie de enmascaramiento, que nos dificulta reconocer a los otros y que ellos nos reconozcan. Usted se cruza con un conocido, pero puede no identificarlo por la mascarilla; usted pide el último en una cola y fácilmente se le pierde porque no le ha visto el rostro. Pero como ocurre con el lavado de las manos, la reflexión sobre la necesidad del uso del nasobuco y las ganancias que ello le reportará a usted y a los demás le clarificará el proceder que debe asumir. En última instancia se tratará de recolocar las prioridades.

Si la nube de microgotas de saliva, que pueden tener algún grado de carga viral, se forma durante la respiración y la conversación (no olvidemos lo que ocurre con la tos y el estornudo), y puede desplazarse debido a corrientes de aire, ¿será suficiente la distancia de un metro entre las personas para estar protegidos? Eso que se ha llamado “distanciamiento social” y que en lo personal cambiaría por “distanciamiento físico” resulta esencial dentro de las acciones de protección. Claro, también ello contradice nuestros hábitos y costumbres. Somos seres sociales y la interacción con los demás nos ha llevado a ser lo que somos. La familiaridad nos conduce a interacciones muy cercanas, por eso nos besamos cuando nos encontramos, nos abrazamos, nos visitamos. Pero hoy, nada de eso es conveniente. Evitar estas conductas requiere de razonamiento, de la revelación del por qué debemos hacerlo.

#QuédateEnCasa no es una etiqueta, es una vacuna que no tiene costos, a no ser aquellos relacionados con la contención de nuestro comportamiento habitual.

Entrar en un automóvil moderno y ponernos el cinturón de seguridad no es un acto espontáneo; generalmente el conductor nos advierte para que lo hagamos, so pena de recibir una multa por la acción regulatoria policial. Cuando los autos no lo tenían y se producía un accidente, la mortalidad era alta. En tal situación, la inercia hacía de las suyas y los pasajeros salíamos a buscar el golpe, no en pocas veces mortal. Emplear el cinturón de seguridad cambió las cosas: se anuló casi totalmente el factor inercial y la probabilidad de resultar heridos en el lance disminuyó sensiblemente.

Hoy el lavado frecuente de las manos, la mascarilla facial y el distanciamiento social integran nuestro cinturón de seguridad contra la COVID-19. Razone sobre su importancia y haga suyo su empleo habitual: no salga usted a buscar el SARS-CoV-2 y si él llega, sorpréndalo con las barreras para que no tenga cómo entrar.

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