El niño Maestro

0

Hubiera querido escucharle la candorosa voz de los 16, mientras encendía el farol –cartilla y manual en frente–, y empezaba a enseñar al campesino. Oírlo, por ejemplo, deletreando el alfabeto, comentándole al guajiro que extrañaba a sus viejos en La Habana, o diciendo: “hoy aprenderás a escribir tu nombre, Pedro”. Porque su voz tendría una fuerza inmarcesible, hubiera querido escuchar cómo salía de su cuerpo de niño, a punto de morir, de que lo asesinen, eso de “¡yo soy el maestro!”.

Eran las ocho de la noche del 26 de noviembre de 1961. En el poblado de Limones Cantero, en la sierra del Escambray, el silencio dominaba el lomerío trinitario apenas oscurecía. No había luz eléctrica y para ir de un bohío a otro se podían caminar varios kilómetros. De modo que, a las ocho de la noche de aquel domingo en la finca Palmarito, cuando Mariana había colado el café, el ladrido de los perros prendió la alerta.

Pedro Lantigua tomó enseguida el fusil. Era un campesino robusto, maltratado por el sol bajo el cafetal, y aprendía a leer y escribir con las lecciones de su maestro Manuel Ascunce Domenech, un adolescente de 16 años, maduro para su edad, que cursaba la secundaria y se había sumado como brigadista en la Campaña de Alfabetización.

Una veintena de bandidos armados llegaron al bohío del guajiro. Se hicieron pasar por milicianos y Pedro, desconfiado, bajó el fusil que enseguida le arrebataron, a traición. Al frente de los alzados, el antiguo policía batistiano Julio Emilio Carretero Escajadillo preguntó por el brigadista.

Mariana, la esposa de Pedro, contestó que allí solo estaban sus hijos. Manuel podía ser su hijo. Era un crío. Ascunce era un niño que había viajado de La Habana al Escambray a alfabetizar como miembro voluntario de las brigadas “Conrado Benítez”.

Del interior del bohío escuchó la discusión. Salió. Dijo que era el maestro, y la frase fue la confirmación de la tortura. La soga al cuello. Enseguida la noticia se regó por el lomerío trinitario y llegó a La Habana. Dicen que su madre, Evelia Domenech, jamás pudo arrancarse el dolor. El juez instructor del caso, Rubén Zayas Montalbán, dejó su testimonio:

“Cuando llegamos al árbol, miré a Manuel: pelo negro, algo caído hacia la frente; los labios ennegrecidos, la lengua con un intenso color violáceo, con coágulos en sus bordes. Me llama la atención que no estuvieran sus globos oculares fuera de las órbitas, como sucede siempre en los ahorcados; ello me convenció que lo habían colgado casi muerto.

“Tenía también un profundo surco en el cuello, fractura del cartílago laríngeo, perceptible a la palpitación del forense. Examinados sus órganos genitales, se observan contusiones, indicativos de haber sido sometidos a compresión y distorsión. Catorce heridas punzantes de distintos grados de profundidad. A su lado estaba Pedro Lantigua: cabellos castaños, algo rojizos; hombre fuerte, el rostro cubierto de manchas, todo rígido, muestras visibles de haber luchado contra sus asesinos y señales de haberlo arrastrado muchos hombres, golpes, un surco equitómico en el cuello”.

La Campaña de Alfabetización culminó casi un mes después del crimen. Más de 700 000 cubanos aprendieron a leer y a escribir, y el índice de analfabetismo se redujo de 23.6% a 3.9%.

Hoy, 60 años después de que el odio ahorcara al maestro, le pondrán flores en el monumento de Limones Cantero. Hablarán de él en las escuelas. La vida andará tranquila. Y uno seguirá imaginándose cómo sonaba la voz de Manuel Ascunce y que sería hermoso que alguien, en algún lugar, en algún viejo aparato, la tuviera grabada. Caramba, ¡Manolito tenía 16 años!

Tomado íntegramente de CUBADEBATE

Dejar un comentario

Los campos marcados con un asterisco (*) son obligatorios.

*