Cincuenta y cinco años después, dos participantes en la gesta de Girón vuelven a encontrarse. Uno era un miliciano herido grave; el otro, el médico que le salvó la vida.
El fotorreportero captó el abrazo feliz que se dieron dos héroes 55 años después del día aquel en que uno estaba gravemente herido en combate en Girón, mientras el otro le salvaba la vida.
El miliciano Enrique Otero Enamorado y el doctor Juan Manuel Diego Cobelo se abrazan como dos hermanos de sangre, felices de verse y de recordar el día exacto en que uno se convirtió en el cirujano salvador y el otro en el herido salvado.
Enrique Otero tenía solo 17 años y era el jefe del sexto pelotón de la tercera compañía especial de infantería del Batallón de Milicias 117, de La Habana. El joven se había entrenado en el campamento de Managua y portaba un fusil automático ligero (FAL), belga, más conocido por «rompe tronco», como le llamaban los milicianos.
En la tarde del 18 de abril de 1961, un morterazo le dio en su brazo izquierdo y se puso él mismo con su pañuelo un torniquete para no desangrarse.
Cuando la invasión mercenaria, ambos combatientes tenían la experiencia de la lucha contra bandidos en las montañas del Escambray. Girón fue la continuidad de aquella gesta.
«Recuerdo cómo cayó delante de mí, desbaratado por la metralla, un compañero de mi batallón llamado Silvio. Yo había sentido poco antes un balazo a sedal en la cabeza y después, al llegar a la curva de San Blas, caí bajo un fuego de morteros, me destruyeron el brazo izquierdo. Sentí un golpe, un impacto tremendo, una intensa ardentía de quemadura. ¡El corazón se me quería salir!
«Noté que un compañero al ver que yo sostenía mi brazo izquierdo fracturado y ensangrentado, puso una cara de espanto. Le mandé a que se protegiera, pues nos estaban tirando a matar. No perdí el conocimiento, pero mis piernas no podían sostenerme. Me llevaron para una cuneta y allí me resguardaron».
Diego Cobelo —hoy Profesor Emérito de la Universidad Médica de La Habana— se había integrado al Batallón 119. «Por ser médico, ante la agresión, me pidieron conformar una brigada quirúrgica y la hice con unos diez o doce colegas: un anestesista, otro cirujano, enfermeros y técnicos. Las ambulancias eran vehículos estatales que conseguimos. No pudimos establecernos en el central Covadonga, por los combates en el lugar, y nos ubicamos en Aguada de Pasajeros. «Allí, en la Casa de Socorro, improvisamos un salón de operaciones, para atender de urgencia a los heridos. Organizamos la donación de sangre para las transfusiones. El primero, Figueras, del batallón 117, llegó a mí con su hermana. Le rasgué la ropa para ver sus heridas, pero en ese instante falleció. Alguien derramó unas lágrimas y ella, como otra Mariana Grajales, dijo: “Esto no es cuestión de llanto, quiero su fusil checo (el M-52 o R-2) para pelear también”.
«Aquel miliciano era casi un niño, pequeño, flaquito… El FAL, ¡más grande que él! La metralla le abrió todo el brazo —los huesos cúbito y radio estaban cercenados— el codo tronchado y la mano destruida. Sin embargo, increíblemente, la quemadura que acompañó el morterazo, propició una hemostasia o la cauterización de las heridas y apenas sangraba.
«A la Casa de Socorros en Aguada llegó un jeep que traía tres heridos sumamente graves. Yo desconocía la cirugía de guerra, pero había que clasificar y atender primero a los casos más urgentes. Uno, que tenía el cráneo destruido con masa encefálica afuera, casi llegó muerto. El otro venía con varios balazos en el abdomen.
«A Otero le comprobamos enseguida la destrucción irremediable de su extremidad superior izquierda, tenía el paquete vásculo-nervioso destruido de forma irreparable, pero ¡no estaba en shock! Le pusimos una transfusión. Del tercio medio del hueso húmero del antebrazo hacia abajo, ¡todo estaba perdido! Decidimos amputarle el brazo, pues Cienfuegos estaba a 70 kilómetros de allí, no sabíamos si los médicos estaban ocupados con numerosos heridos y el muchacho llevaba ya más de cinco horas en esas condiciones.
«No teníamos todo el instrumental necesario, pero conseguimos un pequeño serrucho de carpintero, lo lavamos bien con suero fisiológico, lo flameamos con fuego y así practicamos la amputación, hasta la parte sana del antebrazo, aún con circulación sanguínea. Los bordes de las heridas eran irregulares, no lineales, y tratamos de que el muñón que quedaba con vida fuera funcional y estético. Al parecer el proyectil, la esquirla, lo que fuera, le entró por la cara interna de su brazo izquierdo.
«Confieso que hicimos algo mal: las heridas como esas no se cierran. Hay que evitar que los gérmenes patógenos de las infecciones o de la gangrena resistan, dañen y maten al herido. El oxígeno es esencial. Le pusimos un pequeño drenaje. Pero afortunadamente el joven Otero ni se infectó ni adquirió gangrena.
«Veinticuatro años más tarde —relata el doctor Cobelo—, en un acto en Sancti Spíritus con los Vanguardias Nacionales, Enrique Otero, quien se superó gracias a la Revolución, estaba entre los homenajeados. Hoy es Héroe Nacional del Trabajo, Máster en Ortopedia Técnica y jefe del Centro de Producción Ortopédica y de Artificios del Complejo Científico Frank País.
«No lo reconocía, pero él me dijo que el 18 de abril de 1961 “un cirujano alto, blanco, que tenía un lunar grande en el cuello, debajo de la oreja izquierda, le amputó el brazo y le salvó la vida”. Entonces, me di cuenta de que él era Enrique Otero, le señalé el lunar y le pregunté: “¿Por casualidad será este?”. Y nos dimos el primer abrazo, pero nadie lo retrató. En cambio, este de la foto de Juventud Rebelde, es el primer encuentro nuestro en una entrevista de los dos con la prensa y el primer abrazo nuestro que un fotógrafo retrata».
Tomado de Juventud Rebelde