No es un fanático el que estaba cuestionando el régimen capitalista y abogó por profundos cambios estructurales, en correspondencia con la línea trazada por Fidel en “La historia me absolverá”, con fundamentos económicos y sociales de orientación marxista en el camino progresivo a la construcción del socialismo, es un hombre que sufre y traga buches de sangre cada día frente a las atrocidades del régimen.
“Un nudo me cierra la garganta, una amargura me aprisiona el pecho y los recuerdos hoy me torturan como nunca. Tenemos que sufrir y seguir, triunfar o morir”, escribió tras el asesinato el 20 de mayo del combatiente clandestino Roberto Lamelas Font y tres de sus compañeros de célula por parte de Salas Cañizares y sus hombres (Álvarez, 2008: 34).
Faltaba poco más de un mes para su prueba mayor, el 30 de junio de 1957, en un encuentro en la avenida Flor Crombet con un patrullero de la policía y varios soldados, cayeron Floro Bistel y Salvador Pascual; Josué País quedó gravemente herido. Procurado por la planta, Salas Cañizares se presentó en el lugar de los hechos con un agente de la policía secreta: Luis Mariano Randich Jústiz, un hombre procedente de una familia negra muy humilde, al que Frank durante sus estudios en la Escuela Normal ayudaba con la asignatura de Matemática.
No tardó en identificarlos e introdujeron a Josué en el jeep, y en el trayecto al hospital lo remataron de un disparo en la cabeza. Era su hermano del alma, rebelde, apasionado, impetuoso y, por ello, objeto de su preocupación permanente. “Me ha dejado un vacío en el pecho y un dolor muy mío en el alma”, le escribió el 5 de julio a Fidel. Y toda esa depresión la volcó en versos algunos días después “Cuánto sufro el no haber sido / el que cayera a tu lado. / Hermano, hermano mío, / qué solo me dejas, / rumiando mis penas sordas / llorando tu eterna ausencia” (Álvarez, 2008: 34-35).
Poco tuvo que rumiar sus “penas sordas”. El 30 de julio una confidencia dada por Esperanza Paz, amante del batistiano administrador de la Zona Fiscal, Laureano Ibarra, llevó a los esbirros de Sala Cañizares hasta el refugio en que se escondía Frank: la casa de Raúl Pujol, que él mismo había vetado porque no tenía salida por detrás y ya en una ocasión habían ido a apresar un compañero que consiguió fugarse. No le quedaba otro remedio, después de varios meses de persecución implacable, a pesar de la solidaridad del pueblo santiaguero pocos lugares quedaban ya que no cayeran dentro de los cercos policiales.
Con toda la zona acordonada, encaró su destino con sangre fría: escondió una carta a Fidel y otros documentos importantes, y una subametralladora; se puso la pistola calibre 38 que portaba debajo de la camisa y salió a la calle con Pujol, sin apresurarse. Un soldado ubicado en un balcón les dio el alto y durante el registro corporal le hallaron el arma. Los condujeron al Callejón del Muro y llamaron a Salas Cañizares por la planta. Otra vez llegó acompañado de Randich, quien se acercó al jeep, le quitó los espejuelos oscuros y vociferó eufórico: “¡Coronel, este es Frank País!… ¡Este es Frank País, Coronel!”.
Randich abofeteó a Frank y luego Salas Cañizares lo agarró con fuerza por la camisa increpándolo con palabras obscenas, mientras lo golpeaba en el pecho con la culata de su fusil y lo llevaba a empellones hasta el Callejón del Muro, adonde lo dejó desfallecido.
Pujol se bajó del jeep para intentar protegerlo gritándole “cobarde” a Salas Cañizares y se desató el pandemónium:
“Los matones escoltas de Salas golpearon brutalmente a Pujol, que cayó inconsciente en la acera […] adonde fue Salas y le ametralló toda la espalda con una ráfaga larga. Se viró para donde estaba Frank y le tiró los últimos proyectiles que le quedaban y mientras colocaba otro cargador le ordenó a […] los demás asesinos que le tiraran a Frank, quien cayó boca abajo al recibir los múltiples impactos. Volvió Salas sobre sus pasos hacia el Callejón del Muro y ametralló en el suelo y por la espalda el cuerpo inerte de Frank País” (Cuza, 2017).
El cuerpo del héroe tenía un balazo en la nuca, varios en el costado y brazo derechos, otro en la mano izquierda; en total, 22 con 36 perforaciones. Al final colocaron la pistola junto a su cuerpo, para que pareciera que se habían visto obligados a defenderse. “Esa misma tarde los dueños de los almacenes y la gente de la resistencia cívica empezaron para llamarme para decirme que la gente quería cerrar y hacer una huelga; los patrones y los obreros, todo el mundo. Ahí sí es verdad que todo el mundo se puso de acuerdo, y empezaron a cerrar”, narró Vilma Espín, ya entonces coordinadora del Movimiento 26 de Julio en la provincia de Oriente (Hart, 2006: 151).